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miércoles, 30 de noviembre de 2005
ARTÍCULO DEL HISTORIADOR JAVIER RODRIGO APARECIDO EN EL PAÍS
JAVIER RODRIGO Javier Rodrigo es doctor en Historia Contemporánea, visiting researcher en la London School of Economics and Political Science y autor de Cautivos. Campos de concentración en la España franquista, 1936-1947 (Crítica, 2005).
EL PAÍS - Opinión - 27-11-2005
Mientras que en Torrejón de Ardoz se procedía a la "exhumación de los cadáveres de las víctimas del terror rojo y del ateísmo soviético, inmoladas bárbaramente por pelotones de asesinos y asalariados de Moscú" (el noticiero alusivo puede escucharse en la banda sonora de Canciones para después de una guerra, de Martín Patino), otros cadáveres, otras víctimas de un terror convertido en política de Estado quedaban en cunetas, tapias de cementerios y fosas comunes. Mientras que en 1939 se concedía a la Asociación de Familiares de los Mártires de Paracuellos del Jarama una subvención para la construcción de un altar religioso a la memoria de los caídos "por Dios y por España", las familias de los vencidos tenían que esconder el luto por otros caídos, muchos sin identificar, muchos sin haber sido registrados, la mayoría sin ser entregados jamás a sus deudos. Mientras que entre 1940 y 1945 la España de Franco se inundaba de monumentos conmemorativos a los mártires, a los hijos entregados por la causa de los sublevados -aprobados todos ellos por la Dirección General de Arquitectura y la Vicesecretaría de Educación Popular de FET y de las JONS-, otros hijos eran pasados por las armas, otros hermanos desaparecían en vida, víctimas de la dictadura que cerró su particular versión de la crisis europea de entreguerras con la mayor tasa de sangre y castigo, tanto en tiempos de guerra como, sobre todo, en tiempos de retórica paz. Y a esos otros hijos y hermanos nadie les dedicaría jamás una lápida, un altar o un monumento.
Durante la dictadura franquista se desarrolló en España una doble política de la memoria y del memoricidio, dos caras de una misma moneda. Los caídos en la Cruzada, empezando por José Antonio, siguiendo por mártires y protomártires como Ruiz de Alda o Calvo Sotelo y terminando por prácticamente cada uno de los fallecidos en los campos de batalla o asesinados en la espiral de violencia revolucionaria, ocuparon los espacios públicos y se hicieron omnipresentes, exactamente en la misma medida que invisibles eran las otras víctimas. La legitimidad de la nueva España provenía de su victoria en la santa cruzada de liberación, y los guardianes de esa legitimidad eran sus muertos. A ellos se debían, ante ellos respondían. Por ese motivo, sus cadáveres fueron primero exhumados y, después, inhumados en ceremoniales públicos de masas. Por ello, sus muertes fueron convenientemente investigadas y juzgadas, generando un enorme fondo documental conocido como Causa General. Y por ello, sus nombres fueron inscritos en las paredes de las iglesias y sirvieron para dar nombre a las calles de las ciudades y los pueblos.
Pero, a su vez, esa política de la memoria acarreaba consigo un consciente memoricidio. La omnipresencia de los caídos contrastó con la invisibilidad pública de los asesinados republicanos, en los frentes y en las retaguardias. Sus desapariciones, físicas y documentales, pretendían acabar con todo su rastro, incluida su memoria, generando así una suerte de "memoria traumática" que el régimen explotó como uno de sus canales de coerción estructural y preventiva. Todo respondía a esta lógica del memoricidio: por poner otro ejemplo, los prisioneros de guerra y los presos políticos empleados como mano de obra forzosa para la reconstrucción del país lo estarían haciendo porque "ellos mismos" habían "destruido España". 1939, España Año Cero. Con las reconstrucciones franquistas, amparadas bajo el velo de la reeducación y la redención, se pretendía cerrar un ciclo histórico, el de la república y la guerra, para abrir otro, el de la paz, como si la dictadura de Franco no fuese consecuencia directa de la conflagración bélica. El epígono de semejante visión, tan viva en la actualidad, sería una dictadura que habría puesto los jalones necesarios para la llegada de la democracia. Puro memoricidio.
Antes que esa democracia se instaurase en España se había decidido ya, por parte de la oposición antifranquista y de no pocos disidentes del régimen al que servían, que la Guerra Civil y sus terribles consecuencias no serían motivo de confrontación política. Los orígenes de ese "pacto" por la no instrumentación política del pasado (vulgo "pacto de silencio" o "pacto por el olvido") se remontan por tanto a por lo menos quince años antes de 1975, y provienen más de la oposición antifranquista que de un régimen que, por otro lado, jamás renunció a tener en la Guerra Civil y en sus "caídos" una referencia mítica fundacional. Decidieron, sin embargo, no instrumentar políticamente el pasado, como han señalado Paloma Aguilar y Santos Juliá: la legitimidad democrática no prevendría del antifascismo, como en otros países europeos, ni de la anterior experiencia democrática republicana, sino de la superación del pasado, de la celebrada "reconciliación nacional". Y uno de los resultados de todo ello fue la ausencia de política alguna de la memoria durante el proceso de democratización. Esto es, la renuncia a acciones oficiales de restitución, homenaje y reparación a las víctimas, de pedagogía histórica y de conservación de "lugares de la memoria". Una renuncia que, no lo olvidemos, la oposición de izquierdas no asumió como un daño irreparable. No es que no hubiese memoria de la Guerra Civil, pues de la guerra se habló y publicó durante esos años, ni que hubiese un silencio atenazador en torno al pasado. Lo que sí hubo, basta observar las actuales demandas para constatarlo, fue una renuencia institucional a restituir y reparar en sus diferentes formas la "dignidad" a los otros caídos, a los que nunca nadie rindió homenaje alguno. Una renuncia a política alguna de la memoria que, amparada en esa reconciliación nacional, dejaba intactos símbolos, físicos o no, de la guerra y la dictadura, en su afán de no "herir sensibilidades ni reabrir heridas". De la omnipresencia de las víctimas se pasaba a su invisibilidad, pues ya no eran factor de legitimación alguna. Pero, en el caso de los vencidos, se trataba de su segunda invisibilidad.
En los últimos años, sin embargo, eso ha empezado a cambiar. Aunque haya quien crea que aún hoy existe un "silencio ensordecedor" en torno al tema de las víctimas del franquismo, lo cierto es que su presencia pública ha ido últimamente en progresivo aumento, con el fin cercano de la memoria viva y el empuje de una generación de "nietos de la guerra" que ni ha experimentado el franquismo ni participó en los debates y consensos que desembocaron en la democracia actual. Tan es así, por otro lado, que se ha hecho necesaria la reactivación de los viejos mitos propagandísticos y autolegitimadores del franquismo (el tantas veces mal llamado proceso de "recuperación de la memoria" tendría, por tanto, una sombra pegada: el también mal llamado "revisionismo"; nada que ver tiene, por tanto, este último con debate académico alguno). En sus formas actuales y, tal vez, animado por el debate sobre la impunidad de los crímenes contra la humanidad que se generó a raíz de la detención de Pinochet en Londres, este proceso debe datarse en torno al 2000. El inicio del más reciente ciclo de exhumaciones de fosas comunes en España puso a la sociedad frente a un grave problema. Cadáveres y familiares, fosas y desaparecidos conformaban un mapa del terror del cual no se había sido consciente hasta que esos cráneos agujereados y esos huesos rescatados de la tierra salieron a la luz. Todo lo demás vino después, desde la denuncia contra los restos físicos y simbólicos de la dictadura franquista en la sociedad democrática, a la demanda de políticas concretas de restitución, homenaje y dignificación (incluso judicial) de las víctimas. Se trataba, y se trata, de acabar con la invisibilidad de los vencidos: de esos aproximadamente 150.000 fusilados, 350.000 internados en campos de concentración, 300.000 presos en las cárceles de la posguerra, 200.000 presos esclavizados.
Al hilo de todo esto, se supo hace poco que la "ley de memoria histórica" anunciada hace más de un año por el Ejecutivo va a sufrir un serio movimiento de ralentización, según informaba Carlos E. Cué en EL PAÍS. Y la razón esgrimida ha sido, una vez más, la de no "reabrir viejas heridas". Pero esta afirmación necesita ser repensada varias veces. Las cicatrices que supuestamente se abrirían son las de las familias de los (se calcula) 30.000 desaparecidos en las retaguardias sublevadas; las de los supervivientes de los campos de concentración, batallones de trabajadores y cárceles del franquismo; las de las mujeres y los hombres que sufrieron torturas, vejaciones sexuales, reeducación, humillación. Es decir, precisamente las de quienes demandan esas políticas de la memoria. Políticas para las que la democracia española está sobradamente preparada, por mucho que algunos crean que no es así. Hay quien piensa que con este proceso de revisión del pasado los "nietos de la ira" (R. de la Cierva dixit) hacen un flaco favor a sus abuelos. Olvidan e ignoran, sin embargo, que los derechos humanos no entienden de generaciones, iras o ideologías.
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