jueves, 6 de diciembre de 2007

AZUL OSCURO


A continuación presentamos el relato Azul oscuro, escrito en Febrero de 2007 de Paqui Maqueda Vicepresidenta de AMHJ de Andalucía y familiar de represaliados por el golpe de estado de 1936. En su homenaje y reivindicación de la memoria histórica.


si quiero rescatarme,
si quiero iluminar esta tristeza
si quiero no doblarme de rencor
ni pudrirme de resentimiento
tengo que excavar hondo
hasta mis huesos
tengo que excavar hondo en el pasado
y hallar por fin la verdad maltrecha
con mis manos que ya no son las mismas.

Mario Benedetti




A todas las mujeres porque a pesar del dolor
guardaron en su memoria y en su corazón
trozos de nuestra historia.


A mi madre, por amor.



Paqui Maqueda Fernández
Juan 1936

En la madrugada del 22 de Agosto de 1936 una larga fila de hombres sube a un camión. Como viene sucediendo en los días pasados, salen de la Plaza Arriba, la plaza principal del pueblo y las pocas personas que presencian la escena, no tienen dudas sobre cual será el destino de éste destartalado camión ni de los hombres que se amontonan en él.

Parecen jornaleros, gente pobre, aunque hay algunos que por su aspecto no deben serlo. Son de todas las edades, jóvenes y viejos, mujeres y hombres. Algunos callan, otros lloran. Todos están cansados, llevan semanas encerrados en “la casilla”, el nombre que la gente le ha puesto a la cárcel del pueblo, cansados de ver llorar a sus mujeres, de ver la cara de sus hijos tras las rejas y no poder acariciarlos, cansados de esperar el favor que sus familiares han ido a pedir a Sevilla, a la casa grande del señorito de la calle Abades para el que trabajaron en la recogida de la aceituna de la campaña pasada. En la soledad de las paredes de “la casilla” han quedado impregnadas para siempre las palabras de los familiares: “¡Seguro, hermano, seguro que te saca de aquí, seguro que el señorito se acuerda de ti!”. Cansados de las visitas de los carceleros que se han ensañado con los considerados más peligrosos y con los que ocupaban cargos públicos en el Ayuntamiento, los de Unión Republicana, los que ganaron en las elecciones celebradas apenas unos meses antes, en Febrero. Desde esa fecha hasta este Agosto sólo han pasado unos meses y parece que hayan transcurrido siglos.

Entre ellos se encuentra Juan “el cubero”. Es ya anciano y algunos hombres le ayudan a subir al camión. El rumbo que toma, camino de Lora del Río, tiene un significado especial para él. Como si la vida le hiciera un guiño y le diera la oportunidad de despedirse de los suyos el camión pasa por la casa que hasta ahora ha sido suya, donde descansa su familia, su mujer Dolores y dos de sus cinco hijos: Antonio y José. Cierra fuertemente los ojos e intentando imaginar el sueño que sueñan, se despide de ellos.

Su pensamiento vuelve al día en que, apenas hace un mes, las tropas sublevadas del General Franco entraron en Carmona. Recuerda los gritos llamando a la defensa del pueblo, a la defensa de la República, recuerda a sus hijos mayores, Enrique y Pascual en las barricadas de la Calle Sevilla, junto con los compañeros de la CNT, dispuestos al combate. El no saber nada de ellos desde entonces le provoca un pellizco en el corazón, sabe que formaron parte del grupo de jóvenes que se escaparon cuando la carnicería final, cuando el pueblo fue tomado, y dicen que les vieron coger el mismo camino por el que ahora se dirige el camión que lo lleva a él. Que huyeron y están por algún pueblo cercano, empuñando un arma para defender sus ideas. Juan desea que allá donde quiera el destino que se encuentren estén seguros, y tengan la fuerza y la valentía para seguir en la lucha. Quizás por eso se lo llevaron a él aquella mañana... porque no encontraron a sus hijos. Los fascistas castigan así, golpeando donde pueden, donde duele. Saben que para sus hijos la suerte de su padre será un duro golpe.

Momentos después su espalda nota ya la fría tapia del cementerio. Entre los gritos del pelotón de fusilamiento escucha la agitada respiración del joven al que han puesto a su lado. Es Frasco, el hijo del “pelao”, amigo de uno de sus hijos. Sus miradas se cruzan, manteniéndose juntas hasta que oyen cargar las armas. Juan cierra los ojos después de ver como Frasco alza el puño cerrado y grita con rabia un ¡¡Viva la República!!. Sus ojos se llenan de lágrimas.

El sol ilumina perezosamente el pueblo y la vega de Carmona parece encenderse poco a poco. El silencio vuelve al pueblo. El día de hoy será largo. Por la mañana, a la hora de las visitas en “la casilla”, a Dolores le entregan un reloj y una gastada taleguilla vacía. Le han pedido que se vaya, que no monte escándalo llorando y preguntando por su marido... y que tenga cuidado, que en cuanto atrapen al grupo de canallas anarquistas con los que se pasean sus hijos les van a ajustar las mismas cuentas que le han ajustado a su padre. Así que carretera y manta, señora.

A los pocos días del asesinato de Juan, Dolores recibe una carta del Ayuntamiento. Quieren hablar con ella sobre un asunto de justicia, así que dos “falanges” la escoltan hasta la Plaza Arriba. En el Ayuntamiento un señor muy estirado le dice que, para que ella lo entendiera, se lo iba a decir muy clarito: las propiedades del ajusticiado Juan “el cubero” deben ser incautadas, y que inmediatamente ella y sus hijos deben abandonar la casa donde viven.

Dolores recoge sus cosas. Es posible que vuelva al pueblo de sus padres, allí al menos los recuerdos serán más llevaderos y su hijo Antonio podrá criarse con algunos de los suyos. Antes de irse deja recado en casa de una vecina, alguien tendrá que avisar a los mayores de lo que ha pasado. Subiendo la cuesta con su hijo en brazos, sintiendo el peso de la soledad, piensa que quizás esta guerra la ganen los nuestros y entonces podamos recuperar la casa y el nombre del padre…

Juan Rodríguez Tirado tenía 72 años cuando fue fusilado...era mi bisabuelo.



Enrique el cojo

Enrique tiene 30 años cuando participa junto con muchos otros en la defensa de Carmona frente al ejército franquista. El general Queipo de Llano sabe que debe tomar Carmona para impedir así la entrada del ejército republicano que vendría en auxilio de los que defienden Sevilla, en las barricadas del barrio de San Marcos y la Macarena. Cojo desde pequeño, Enrique corretea las calles del pueblo detrás de las muchachas que salen los domingos de misa, mejor que ninguno de sus amigos.

Últimamente no se le ve en las reuniones de la pandilla porque anda metido en política, frecuentando la taberna de un tal “Nono”, en la calle San Felipe. Por las noches los obreros, los jornaleros y algún maestro se reúnen para hablar de la situación del país. Tienen una pequeña biblioteca donde los pocos libros que adornan las estanterías son releídos una y otra vez. El maestro del grupo llevó una vez un ejemplar de la Constitución que el gobierno de la República repartió por las escuelas y a todos les emocionó aquel empezar: “España es una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organizan en régimen de libertad y de justicia. Los poderes de todos sus órganos emanan del pueblo”. Esa noche las luces de la taberna del Nono no se apagaron hasta muy entrada la madrugada. Y dicen que hubo vino y fiesta…

La madrugada del 18 de Julio de 1936 nadie duerme en su cama, todos discuten sobre los rumores que habían llegado: el General Franco, el muy traidor, se había sublevado. Había que organizarse y rápido, había que poner guardia en las salidas y entradas del pueblo, había que salir a Sevilla por la mañana, muy temprano, para informarse sobre lo que en realidad estaba pasando, había que pedir armas para defender el pueblo.

Apenas cuatro días después Carmona es tomada. El “glorioso” ejército de Franco invade las calles y las plazas, entrando en las casas que la gente de orden señala, sacando a golpes a hombres y mujeres acusándolos de haber participado en lucha de los días pasados, acusándolos de comunistas, de anarquistas, de rojos… todos son llevados a culatazos de fusil a “la casilla”. En los días y meses siguientes muchos saldrían de allí para ser cruelmente asesinados frente a un pelotón de fusilamiento en la aplicación del temido “bando de guerra”.

Enrique logra huir. El “cojo” corre asustado por los caminos que conoce bien con su hermano Pascual (los hermanos son inseparables) y un grupo de amigos. Se dirigen a Lora del Río con intención de organizarse y seguir luchando contra las tropas de Franco. En el silencio de la noche, caminando en la oscuridad para no ser vistos, Enrique presiente que esta guerra será larga. Mira hacia atrás para comprobar que su hermano le sigue y aprieta el paso olvidando los días que lleva sin llevarse un bocado a la boca. Luchan sin tregua en Brenes, en Cantillana, en Villanueva del Río y Minas, en el Pedroso y en Constantina. Cuando una columna de voluntarios sale para Madrid a defender la ciudad, Enrique y Pascual se alistan a ella, formando parte de la Brigada 77, comandada por un tal “Savín”, compañero de lucha desde que salieron juntos de Carmona. Luchan también en el frente del Jarama, y con la Brigada 50 marchan a Guadalajara. En Madrid, Enrique es hecho prisionero y conducido al campo de concentración de Vallecas. Poco después es puesto en libertad, de vuelta a Sevilla debe ponerse a disposición de la autoridad militar. De noche, cuando todos duermen, piensa en su hermano Pascual. Nada sabe de él desde que le perdió de vista en Madrid durante aquel fatídico bombardeo.

En la primavera de 1939 Carmona es un pueblo muerto. El miedo asoma por cada esquina, y la tristeza se pasea por la gran Alameda, vacía y sola. La rabia es el único bocado que día tras día la gente del pueblo mastica con resignación. La guerra está acabada y el bando Republicano es el gran perdedor. En la fosa común del cementerio aparecen ramos de flores a pesar de la prohibición de las nuevas autoridades franquistas: en ella hay muchos del pueblo enterrados, hombres, mujeres y hasta niños se agolpan unos sobre otros. Pero hay que callar y tirar p´alante, hay que buscar fórmulas para dar de comer a los que quedan con vida todavía...y apenas quedan fuerzas para nada más.

Enrique ha vuelto al pueblo y antes de presentarse a la Comandancia Militar de Carmona bebe vino barato en la taberna de “la cochera”. Todos lo miran temerosos, saben que tarde o temprano estallarán la rabia y el dolor contenidos estos pasados años. En el pueblo saben que hace días que pregunta constantemente por el “zapatillas”, acusándolo de no tener cojones de enfrentársele y de matar en cambio a viejos indefensos. Le manda aviso: el hijo de Juan “el cubero” ha vuelto al pueblo a saldar cuentas, y el que avisa no es traidor. Más vale que no salga en los próximos días de la casa señorial en la que vive escondido como una rata desde que sabe que Enrique ha vuelto. De pronto el vaso de vino se estrella contra el suelo y Enrique el cojo comienza a gritar maldiciendo una y otra vez al asesino de su padre, y jurando que tarde o temprano lo matará. Pero la borrachera puede con él y unos conocidos avisan a su hermana Frasca para que se lo lleven. Su cuñado Luis, un carpintero de gran corazón, se lo lleva a rastras. Enrique sigue gritando que se las van a pagar…

A la mañana siguiente, apenas amaneciendo, una pareja de Guardias Civiles llama a la puerta de la casa donde duerme la familia de Enrique. A la fuerza se lo llevan, ha sido denunciado por inferir amenazas de muerte a gente de bien. Meses después es condenado por un consejo de guerra a treinta años de prisión por el delito de adhesión a la rebelión. El asesino de su padre, un personaje de Carmona muy influyente, no permitirá que vuelva a amenazarle de muerte por las calles del pueblo asegurándose de que “el cojo” no le moleste por un largo tiempo. Enrique pasa siete años en la cárcel, de donde sale en Abril de 1.946 gracias a un indulto. Una vez en libertad le aplican la pena de destierro, de forma que no puede volver a Carmona. Él incumple continuamente su condena acercándose al pueblo de noche y a escondidas. Una sobrina pequeña y menuda, hija de su hermana Frasca, le lleva la comida a una taberna donde se refugia todo aquel que tiene problemas con la justicia, o bien bajo un olivo, donde espera todo el día hasta que la noche llega. Vuelve de nuevo a prisión en 1.951 condenado a trabajar en condiciones de esclavo en la construcción del Canal del Bajo Guadalquivir, hoy conocido como “El Canal de los Presos”. En su historial de preso aparecen continuas entradas y salidas de éste campo de concentración.

Enrique muere en Carmona, en 1993, acogido por las monjas de la Caridad. Nunca formó una familia. Murió solo, pero no vencido. Por defender sus ideas sufrió prisión, fue obligado a trabajar abriendo zanjas, acarreando piedras, pasando frío y calor, humillado por su condición de preso político, condenado a callar y a tirar hacia delante. Hombre de ideales fuertemente arraigados, en las postrimerías de su muerte sintió que nada ni nadie le arrebatarían jamás el honor de haber sido un miliciano que luchó por la libertad.

Enrique Rodríguez Rodríguez, el “cojo”, era mi tío-abuelo.












Pascual, el pastelero

Los mejores pasteles, los que más gustan a los niños, son los de Pascual el pastelero. Mucho tiempo después, esos niños convertidos ya en hombres y mujeres, habrían de recordar, con la boca hecha agua, el sabor de aquellos pastelitos.

El 22 de Julio de 1.936, cuando Carmona es tomada por las tropas de Franco, Pascual escapa con Enrique, su hermano, y un grupo de camaradas del pueblo. Marchan a Madrid, a la capital, juran defender con uñas y dientes, con la rabia que aún les queda, la República y el progreso social que había traído. Sus ideales políticos, la creencia profunda en una sociedad más justa e igualitaria, habían creado entre los dos hermanos una complicidad hermosa e imbatible. Entre los camaradas de la Brigada son conocidos por “los cuberos”, el apodo que traían del pueblo. En las largas noches de barricadas en la casa de Campo hablan de volver al pueblo para hacerse cargo de los asuntos pendientes. Uno de los dos tiene que sobrevivir a esta guerra y vengar el asesinato del padre. Pascual presiente que será su hermano mayor el que vuelva a Carmona. Enrique siempre fue más fuerte y decidido. Después bromean y ríen imaginando la cara que pondría el asesino de su padre cuando volviera a tener a un “cubero” enfrente.

En uno de tantos bombardeos que Madrid sufre antes de su caída, Pascual y Enrique se pierden. Corren juntos buscando un refugio y en la refriega los hermanos se separan. Nunca más volverían a verse. Pascual está perdido sin su hermano. La ciudad ha caído y la gente huye por las pocas carreteras que aún quedan abiertas. Intentará volver a casa, quizás entre las personas que escapan de la ratonera en que se ha convertido Madrid encuentre a su hermano. Decide tomarse el regreso con precaución y deambula durante meses de un sitio a otro, ayudado por compañeros huidos como él. Durmiendo mal, comiendo poco, oliendo a perros muertos. Cerca de La Carolina, en Jaén, después de descansar un rato bajo un olivo, se queda dormido.

Lo despiertan los violentos zarandeos de unos hombres con camisa azul. Con la luz del sol molestándole en los ojos no los reconoce. Una patada en los riñones hace que vuelva a cerrar los ojos doblándose de dolor. Uno de aquellos hombres le tira de los pelos, levantándole del suelo, sin tiempo apenas para recuperarse de la patada anterior. Ahora los reconoce, sus golpes llevan la firma de los mayores asesinos que haya parido madre. Son falangistas. Su suerte está echada.

Una madrugada después de varias semanas encerrado lo sacan de la prisión que la autoridad del pueblo ha habilitado para el gran número de detenidos. Desde que terminó la guerra la mitad de España se ha convertido en un gran cementerio... la otra mitad en una prisión. No duerme, teme que lo torturen de nuevo. Piensa en su madre, los recuerdos cálidos de sus manos y el color de sus ojos azules, como el azul intenso del cielo de su pueblo, lo han acompañado siempre. Piensa también en la suerte de su hermano Enrique, deseando con todo su corazón que él sí llegue a Carmona para saldar las cuentas pendientes. Es la una y media de la mañana del 22 de Agosto de 1939. El mismo día, tres años antes, un pelotón de fusilamiento había segado para siempre la vida de su padre tras las tapias del cementerio de su pueblo.

Pascual es conducido al cuartel de policía del Servicio de Información Militar, en la calle Francisco Franco. Hace apenas unos meses que acabó la guerra y este país está lleno del nombre del Caudillo, de ese cazador sin alma de hombres libres. Un sargento y varios falangistas lo aguardan, ya les ha llegado la información que esperaban sobre él desde Carmona. Dice en la documentación que participó junto a un hermano de su misma calaña en la resistencia que se organizó desde la CNT para impedir que el ejército de Franco liberara su pueblo. Con una ostia que a Pascual le hace tambalear la cabeza le preguntan que si eso es verdad. Dice también la información de las autoridades del pueblo que si es verdad que él y su hermano (siempre su hermano) violaran a la señorita tal, hija de gente de orden de su pueblo. Una patada en el estómago acompaña la pregunta. El sargento que lo interroga quiere saber si una vez huido cobardemente de Carmona asesinó en la localidad de Lora del Río a un influyente y honrado hijo de la villa, y que le interesa sobre todo si con él iba un tal “Savín”, un anarquista igual de peligroso que él a quien le van a cortar los huevos cuando lo cojan. Como te los vamos a cortar a ti si no nos dices la verdad, “cubero”.
En ese momento, y ante la sorpresa de sus guardianes, sacando fuerzas de quién sabe dónde, Pascual reacciona y sale huyendo, corriendo por las calles desconocidas de La Carolina. Los falangistas detrás de él le dan el alto, gritando que mejor que se entregue, que de nada le servirá intentar huir.

Pascual corre. Un disparo lo alcanza y cae abatido al suelo. Saca de nuevo fuerzas para levantarse y seguir, pero herido y sabiéndose acorralado se refugia en un portal. Pide ayuda a gritos, ¡ayúdenme, por favor se lo pido!. Las luces de algunas casas se han encendido. Los vecinos han escuchado jaleo y un disparo, han escuchado pasos de hombres corriendo, y asustados esperan lo que va a pasar detrás de la puerta que por nada del mundo van a abrir. Más disparos. La señora que después prestará declaración de los hechos, la que no abre la puerta al huido, cuenta un total de siete. También dice la señora que el chico aquel, ya moribundo, llamaba a gritos a su madre. Dice que sus últimas palabras fueron ¡Ay, madre mía!.

La auptosia que se le practicó después a Pascual para esclarecer las circunstancias de su muerte revela que “era moreno, con barba descuidada y enjuto de carnes”. Dice que “vestía pantalón negro, camisa caqui y alpargatas negras”. Que presentaba “orificio de bala en la parte media de la región frontal, orificio de bala al nivel de la sexta costilla, orificio de bala en la región anterior del cuello, orificio de bala en la región lateral derecha del tórax, orificio de bala en el ojo derecho, orificio de bala en la cara anterior de ambos muslos, orificio de bala en el tercio inferior de la cara anterior de la pierna derecha, con fractura de tibia y peroné. Erosiones múltiples en cara, pecho, muslos y piernas”.

Lo que la auptosia no dice es lo que a Pascual le dolió morir. No habla que antes de alcanzarle las siete balas, le alcanzó la rabia y el miedo. La rabia por morir de esa manera, cazado como un conejo en una cacería. El miedo de morir solo en medio de la noche, tan lejos de su casa y de los suyos. Por eso llamó a su madre. Con su recuerdo todo sería menos duro.

Alguien dijo a su hermano Enrique que a Pascual lo habían matado en La Carolina. Años después las autoridades franquistas absolvieron en una farsa de juicio al falangista que lo mató: cumplió con su deber al acabar con la vida de un “peligroso elemento subversivo” que pretendía huir de la justicia.

Pascual Rodríguez Rodríguez apenas tenía 27 años cuando fue asesinado... era mi tío-abuelo.











José, el jardinero

Mientras Dolores prepara la pequeña maleta sin apenas pensar en las cosas que recoge, José la observaba callado desde un rincón. Desde que padre y los hermanos mayores faltan una tristeza seca y pesada se ha adueñado de la casa, anda pegada a las paredes, como el sofocante calor de aquel mes de agosto del 36.Ya no se escucha en la casa la risa de Enrique contando, con aquel tono de voz que los Rodríguez tienen, cómo antes de ayer se las ingenió para mandarle un beso a una guapa muchacha que paseaba con su madre por el Real. Ya no se oye la voz de Pascual antes de salir los domingos a vender pasteles a la Alameda, seguro de que esa tarde vendería más que nunca. Ni siquiera se ve revolotear por la casa al pequeño Antonio, escaleras arriba, escaleras abajo, buscando los besos y los abrazos, la alegría de sus hermanos mayores. Ahora lleva días agarrado fuertemente al vestido color azul oscuro que su madre se ha puesto.

Azul, Francisco, véndeme un vestido lo más azul oscuro que tengas. Azul, porque no dejan que vista de luto por mi Juan, y este color, azul oscuro, como mi pena, dirá que me voy muriendo yo también por dentro desde que me falta. Francisco, el de la mercería, le entrega el vestido y baja la mirada.

Un vestido azul oscuro, muy oscuro.

José mira a su madrastra. Piensa que desde que mataron a padre ya no es la misma mujer. Sus ojos hinchados de tanto llorar y las noches en vela sin apenas dormir han hecho de ella casi un fantasma. Ese vestido azul oscuro que se empeña en llevar y no quitarse día tras día le echa diez años. En su negra cabellera, que ahora lleva recogida en moño, José cree ver unas cuantas canas.

Azul oscuro, canas...y miedo.

Alguien golpea con fuerza la puerta de la casa. Dolores mira a José cogiendo en brazos rápidamente al pequeño Antonio y con una señal le dice que se suban a la planta de arriba. Temblando abre la puerta. Dos falangistas buscan a José. Pero... ¿para qué? pregunta Dolores. Para que va a ser, mujer, para que se venga con nosotros, a las filas de los nuestros, para luchar en el bando nacional, para que limpie el deshonor de ser familia de anarquistas, para combatir por Dios y por la patria. Dolores dice que es apenas un niño, que lo dejen con ella, que por favor otra pena más no. Uno de ellos, conocido de la familia y vecino, se le acerca con actitud amenazante y le dice que quién sabe, quizás una bala de ese niño mate a uno de sus hermanos, a uno de esos que lograron huir pero que matarán como a conejos algún día. Y que ya vale de hablar, que el niño pa’fuera, que lo están esperando. Que no se preocupe, porque en las filas del ejército de Franco los niños se hacen hombres matando a rojos. No hay besos de despedida entre José y Dolores. Eso no es de hombres, chaval, ya me encargaré yo de ti en el frente, le va diciendo uno de los de falange a José. Empina la cuesta y dale tu nombre al sargento, dile que eres el hijo del “matao”, el que fuimos a buscar, verás qué bien te va a recibir el ejército de los que de aquí para adelante serán los tuyos.

Dolores cree no poder con más dolor. Cierra la puerta tras de ella y limpia sus lágrimas con el azul oscuro de su nuevo vestido.

José tiene 17 años y hace meses que los fascistas le obligan a disparar su fusil contra las tropas republicanas. Eso les parece a ellos, porque José los engaña cuando aprieta el gatillo, disparando al aire las balas que no conseguirán acabar con la vida de uno de los suyos, que bien podría ser uno de sus hermanos. En la trinchera, con el fusil apretado en el pecho, piensa que en este mes de noviembre ya deben andar recogiendo la aceituna en su pueblo, y una imagen lejana y luminosa le asalta de pronto... el recuerdo de él y sus hermanos vareando con fuerza los olivos de su querido pueblo. Durante el verdeo se lo llevaban al olivar con ellos, y sus pequeñas manos recogían las aceitunas del suelo (siempre venía bien en la casa el dinero que el señorito les daba por la labor del pequeño). Desde que madre murió el cariño de sus hermanos mayores lo arropaba y al lado de ellos la añoranza de la mujer que apenas conoció se hacía más llevadera. Ya amaneciendo, cuando sus hermanos volvían de fiesta, él esperaba el beso que los dos le plantaban en la cara.

Hoy por fin hará lo que hace tiempo viene pensando hacer. Por ellos y por padre debe reunir el valor suficiente, el coraje para hacerlo. Tiene que ser hoy, en la noche, cuando cansados de la batalla todos duerman, cuando los centinelas cierren los ojos. Entonces se pasará al otro bando, al de los suyos, allí donde quiere estar con toda la fuerza de su corazón. En la noche, cuando todos duerman. En la oscuridad, el silencio campa. Unos gritos alertan a los centinelas de las filas republicanas que vigilan los movimientos del enemigo.

¡Mi sargento!, un loco, apenas un niño, que dice que no le disparemos, que a pesar de que haya cruzado las líneas y venga de las filas de los nacionales es de los nuestros, que viva la República, y que viva su padre y sus hermanos... que qué ganas tenía de abrazar a uno de los nuestros... y se ha ido pa “el habichuela” y lo ha abrazao, y mi sargento, todos nos hemos quedao paraos, nos hemos mirao con la boca abierta, sin poder hablar, eso sí apuntándolo sin bajar el fusil. Pero a él no le ha importao que lo apuntemos, mi sargento, ha seguío hablando y llorando, se ha caído al suelo y entre sollozos ha preguntao si conocemos a “los cuberos”, unos que dice que son sus hermanos, de Carmona, de un pueblo que no me acuerdo donde carajo está. Mi sargento, que yo creo que lo mejor es que usted venga conmigo y lo vea con sus propios ojos. Ya verá, mi sargento, si es sólo un niño...

José lucha en el bando republicano hasta que llega la derrota. Siente que ha recuperado el honor de los suyos y piensa que a pesar de haber perdido la guerra, a pesar del campo de concentración y del frío de la cárcel en la que ahora se encuentra, cuando salga de aquí podrá contar a sus hermanos su historia, podrá contarles lo valiente que fue aquel día que cruzó las líneas enemigas, aquel día que sintió, camino de las trincheras de los suyos, la presencia y el aliento de su padre cerca de él, señalándole el lugar donde una bandera roja, amarilla y morada le aguardaba.

Pero José nunca pudo contar esta historia a los suyos. Cuando volvió a Carmona y le contaron lo ocurrido con su familia decidió marcharse del pueblo para nunca más volver. Ahora vive en Barcelona, donde lo conocí hace dos años, para tener la suerte de que sus palabras y sus recuerdos me ayudaran a recomponer la cadena familiar rota hace 70 años.

José Rodríguez Rodríguez tiene 87 años, es jardinero y es mi tío-abuelo.














Manuela “la seca”

Su cuerpo delgado y pequeño corretea por las calles del pueblo. Los niños de la plazoleta la saludan al pasar: ¡Eh, seca, ven a jugar! Ella los mira con envidia, pero sabe que hoy no podrá jugar con ellos. Tampoco podrá controlar al revoltoso de su hermano pequeño, así que posiblemente se vuelva a meter en otro lío. Pero eso ahora no importa. Continúa con su trote infantil, subiendo las cuestas, enredándose en callejuelas estrechas y oscuras, dando vueltas y vueltas a los mismos lugares. De vez en cuando se para en seco y vuelve lentamente la cabeza hacia atrás. Las calles están vacías, nadie la sigue. Lleva fuertemente agarrada de su mano una vieja lechera. No parece que tenga apenas nueve años, y sus pisadas, firmes y seguras, la conducen a un lugar que sólo conocen unos pocos, a un lugar del que nunca puede hablar. Ella continúa firme y altiva, aunque aquel Guardia Civil apostado en la esquina la mire de reojo al pasar, y diga para sí: esa niña es de los “cuberos”, familia de rojos…

Hoy, recién levantada, su madre le hizo una señal desde la cocina y ella le siguió como siempre en silencio. Como en otras ocasiones, el mismo sigilo de su madre al moverse, la misma mirada de miedo y de complicidad a la vez, la misma lechera en el mismo lugar. Enrique, “el cojo”, hermano de su madre, había vuelto a Carmona, a pesar del destierro al que los jueces franquistas le han condenado ésta vez, a pesar de jugarse el pellejo, a pesar de la Guardia Civil que volverá a buscarlo de madrugada en la casa de su hermana, creyendo que ésta lo oculta, y con rabia tiren al suelo los colchones en los que todos duermen. A pesar de todo.

Y es que ese Enrique tiene un par de huevos. Todo el pueblo lo sabe.

Deja la lechera en una de las mesas de la taberna del “Nono”, donde las pocas personas que frecuentan este lugar fingen no ver... no preguntan nada. Tampoco ella dice nada, yéndose como llegó, por las mismas calles. Como tantas otras veces no verá a su tío, pero va contenta sabiendo que gracias a ella, tan sólo una niña, Enrique “el cojo” volverá a comer caliente la comida que con amor, y a pesar de las necesidades y el hambre, en casa de su hermana le han preparado.

Y sonríe cuando pasa al lado del Guardia Civil que sigue apostado en la esquina, esperando como un perro de presa en quien poner sus sucias manos de asesino a sueldo.

Su madre le tiene dicho que cuando vuelva de la taberna lo primero que tiene que hacer es ir a verla, decirle que ya está de vuelta. Ella espera entonces contemplar el milagro que siempre se opera en el rostro duro de su madre: una tímida sonrisa que se escapa de sus labios, acariciándole el pelo y mandándole a jugar un rato. Luego tendrá que recoger la colada y preparar la comida para su padre, cansado del trabajo en la carpintería. Ahora, sintiendo aún la mano de su madre acariciando su pelo, corre en busca de los amigos a los que antes dejó en la plazoleta. Corría el año 1946.

Siempre ha guardado en su memoria y en su corazón estos recuerdos, y después de 60 años se los cuenta a su hija como una chiquillada de la niñez. Su hija la mira y advierte en los inmensos ojos azules de su madre un atisbo de tristeza, no debe ser fácil ahora, después de 60 años, recordar aquello, no debe ser fácil responder a su hija que no para de preguntar cosas del pasado y escarbar en el pozo de los recuerdos. Su hija lo sabe y de alguna manera difícil de explicar a ella también le duelen los recuerdos de su madre. Pero junto a ese dolor aparece algo que a la hija le llena de satisfacción: el orgullo de sentirse parte de ésa familia, el orgullo de tener como madre a una mujer tan valiente.

Manuela Fernández Rodríguez, “la seca”, es mi madre.



















El hueco en la cadena

La organización del curso en el que participé en Agosto de 2003 había previsto visitar el Archivo Militar de Sevilla. Siempre estuve interesada en todos los acontecimientos relativos a la Guerra Civil española, aquella lucha terrible de dos bandos que había generado tanto dolor primero y tanto silencio después. Tanta represión, tanta injusticia, tanto engaño y falsedad por parte del bando vencedor hizo que me cuestionara la historia oficial, la que nos habían enseñado en la escuela, preguntándome por la otra historia, la oculta y silenciada... la de los perdedores.

El Archivo Militar de Sevilla es uno de los lugares en los que se encuentran los expedientes de las personas condenadas por el régimen franquista. Yo sabía que uno de los tíos de mi madre, Enrique, fue enjuiciado y condenado por defender la República y que su vida había sido un calvario apenas conocido por mí. Una vez en el Archivo nos advirtieron que no tocáramos nada, ya que el lamentable estado de conservación en el que se encuentran los ficheros y la forma de su clasificación hacían difícil localizar las fichas con los nombres de los condenados y sus expedientes. Decidí a pesar de ello abrir el cajón que contenía el apellido de mi familiar, la R de Rodríguez. No tuve que buscar, la ficha del expediente de mi tío-abuelo Enrique vino a mis manos. Mi dedo separó un montón de fichas y detrás de éstas estaba la suya. Emocionada, enseñé la ficha a los que participaban conmigo en la visita. Los historiadores no se lo podían creer, ya que la búsqueda de un nombre en estos ficheros les lleva a ellos meses de trabajo. ¿Pero cómo lo has hecho?, me preguntaban. Tuve clara la respuesta: yo no había encontrado a mi tío-abuelo Enrique, él me había encontrado a mí.

Se me abría así el camino. En él iba a volcar todas mis energías para lograr el reconocimiento de mis familiares y la dignificación de su memoria. Lo que para mi es la llamada de la sangre me hizo entender que las generaciones familiares están atadas unas a otras como los eslabones de una cadena, y aunque ésta se rompa trágicamente, causando un hueco, los eslabones están condenados a unirse.

Surge ahora una generación formada por los nietos y bisnietos de los que perdieron la guerra que por encima de todo están interesados en saber y que les resulta difícil entender las causas de los silencios familiares. Silencios atravesados por el dolor y el miedo. Silencios que han formado una barrera que asombrosamente ha logrado protegerlos de todo aquello que cada cual temía.
Otras han esperado este momento durante toda su vida y hablar es una manera de conjurar el pasado y de hacer presente a los suyos. A los nuestros.

Paqui Maqueda Fernández.
Sevilla, Febrero 2007.

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