En la foto: Jose Hernández Martín
Recuerdo con claridad como mi madre bajaba el tono de voz casi a la altura del susurro cada vez que mi curiosidad infantil levantaba el velo del silencio haciéndole preguntas sobre la Guerra Civil y la posguerra en Andalucía. Aquel susto en su mirada, la cadencia de su voz, casi clandestina, potenciaban en mi las ganas de querer escuchar más sobre ese pasado histórico acallado y oscuro que se entretejía sin solución de continuidad con las historias particulares, con ese ayer malherido y amputado de cada cual. Pasados los años y vueltos del revés gracias en parte al análisis, reconozco que sin ese acercamiento rodeado por la intimidad y el susto que solo la noche podía ofrecernos, no solo yo saciaba mi apetito por la vida sino también ella encontraba la liberadora posibilidad de hablar y compartir la negrura y el hambre que pasó. En esas conversaciones íntimas el sigilo se hacía sombra sistemáticamente ante un episodio tabú, dolorosamente presente en la comisura de sus labios, en la inquietud espantada de sus nervios que vencían el peso funesto de la represión: la muerte de Federico García Lorca. Pocas veces hablamos del poeta y yo percibí muy pronto que detrás de su figura se escondía una congoja excesiva. Eran demasiados los años de oscurantismo, la voluntad sistemática y todopoderosa de borrar con violencia cualquier huella. Y aún así la inmensa popularidad de Lorca, el recuerdo colectivo de su fuerza poética (sobretodo en Andalucía) estaban misteriosamente presentes en una generación (nacidos entorno a 1939) que en España más que ninguna otra tuvo el silencio y el miedo como consigna. En realidad faltaba muy poco para descubrir algo que me emociona aún hoy. Fue gracias a la frescura de la escuela que se instauró demasiado fugazmente en Cataluña durante los años 80 y que tuve la suerte de frecuentar. Recuerdo vivamente aquella mañana en la que la maestra leyó en voz alta unos versos que yo ya conocía: había escuchado cantarlos casi cada día a mi padre. Esos poemas escritos por Lorca sin que nadie en mi casa hubiera querido saberlo, construyeron la forma de mi amor por el flamenco y abrieron la puerta a la revelación.
Desde ayer sabemos que Federico y los otros cuatro fusilados con los quien compartió paseillo el 17 de agosto del 36 no fueron enterrados en el lugar que la tradición popular y el testimonio de Manuel Castilla recogido por Gibson señalaban, reabriéndose así la herida para los familiares de algunos de los otros asesinados (no los de Lorca que inexplicablemente nunca consintieron la exhumación, torpedeándola inexplicablemente) que esperaban poder dignificar la memoria y luchar contra el olvido. Quizás ya poco importe en realidad encontrar o no los restos del poeta hacía los cuales se ha desarrollado también un morboso fetichismo por parte de algunos. En realidad se haría mucho más por su memoria si la tibia ley que el gobierno socialista aprobó en el 2007 fuese más ambiciosa, menos descafeinada. Y aún así espero que los trabajos de búsqueda y la investigación histórica continúen y podamos un día enterrar los restos del poeta en algún lugar que nos permita peregrinar, conmovidos por el desasosiego de haber sentido a través de los años, de unos gestos silentes o por medio de la nostalgia matutina de unos cantares que acercaban el sur, el peso simbólico y sangrante de su asesinato.
Recuerdo con claridad como mi madre bajaba el tono de voz casi a la altura del susurro cada vez que mi curiosidad infantil levantaba el velo del silencio haciéndole preguntas sobre la Guerra Civil y la posguerra en Andalucía. Aquel susto en su mirada, la cadencia de su voz, casi clandestina, potenciaban en mi las ganas de querer escuchar más sobre ese pasado histórico acallado y oscuro que se entretejía sin solución de continuidad con las historias particulares, con ese ayer malherido y amputado de cada cual. Pasados los años y vueltos del revés gracias en parte al análisis, reconozco que sin ese acercamiento rodeado por la intimidad y el susto que solo la noche podía ofrecernos, no solo yo saciaba mi apetito por la vida sino también ella encontraba la liberadora posibilidad de hablar y compartir la negrura y el hambre que pasó. En esas conversaciones íntimas el sigilo se hacía sombra sistemáticamente ante un episodio tabú, dolorosamente presente en la comisura de sus labios, en la inquietud espantada de sus nervios que vencían el peso funesto de la represión: la muerte de Federico García Lorca. Pocas veces hablamos del poeta y yo percibí muy pronto que detrás de su figura se escondía una congoja excesiva. Eran demasiados los años de oscurantismo, la voluntad sistemática y todopoderosa de borrar con violencia cualquier huella. Y aún así la inmensa popularidad de Lorca, el recuerdo colectivo de su fuerza poética (sobretodo en Andalucía) estaban misteriosamente presentes en una generación (nacidos entorno a 1939) que en España más que ninguna otra tuvo el silencio y el miedo como consigna. En realidad faltaba muy poco para descubrir algo que me emociona aún hoy. Fue gracias a la frescura de la escuela que se instauró demasiado fugazmente en Cataluña durante los años 80 y que tuve la suerte de frecuentar. Recuerdo vivamente aquella mañana en la que la maestra leyó en voz alta unos versos que yo ya conocía: había escuchado cantarlos casi cada día a mi padre. Esos poemas escritos por Lorca sin que nadie en mi casa hubiera querido saberlo, construyeron la forma de mi amor por el flamenco y abrieron la puerta a la revelación.
Desde ayer sabemos que Federico y los otros cuatro fusilados con los quien compartió paseillo el 17 de agosto del 36 no fueron enterrados en el lugar que la tradición popular y el testimonio de Manuel Castilla recogido por Gibson señalaban, reabriéndose así la herida para los familiares de algunos de los otros asesinados (no los de Lorca que inexplicablemente nunca consintieron la exhumación, torpedeándola inexplicablemente) que esperaban poder dignificar la memoria y luchar contra el olvido. Quizás ya poco importe en realidad encontrar o no los restos del poeta hacía los cuales se ha desarrollado también un morboso fetichismo por parte de algunos. En realidad se haría mucho más por su memoria si la tibia ley que el gobierno socialista aprobó en el 2007 fuese más ambiciosa, menos descafeinada. Y aún así espero que los trabajos de búsqueda y la investigación histórica continúen y podamos un día enterrar los restos del poeta en algún lugar que nos permita peregrinar, conmovidos por el desasosiego de haber sentido a través de los años, de unos gestos silentes o por medio de la nostalgia matutina de unos cantares que acercaban el sur, el peso simbólico y sangrante de su asesinato.
Publicado por Jose Hernández
Gracias por publicar este texto en vuestro blog. Aprovecho también para pasaros un link que puede interesar.
ResponderEliminarun abrazo
www.publico.es/espana/actualidad/281364/informe/entregado/garzon/senalaba/caracolar/ubicacion/fosa/lorca