Cita con la justicia (argentina) 78 años después
Suenan las campanas de la torre del reloj. “¿Qué hora es?”, pregunta Bienvenida Guisado al guardia civil que custodia la puerta del juzgado. Son las once. Las once ya. Antonia Parra, que aguarda en un banco en el zaguán de las dependencias, calla. Mueve su pierna derecha y, a ratos, bebe agua. Su sobrina María José le trae el DNI. “Mira, el mío es de los antiguos, pero también es para toda la vida. Pone permanente”, explica Bienvenida. El de Antonia, que continúa en silencio agarrada a su muleta, caduca en 9999. Una tiene 77 años; la otra 78. A Antonia le mataron a su padre dos meses antes de nacer. A Bienvenida le mataron al suyo con sólo unos meses de vida. “Yo le he dicho a mi hijo que me compre una estantería en Ikea para colocar tantos libros como tengo, muchos del juez Garzón, porque yo leo como mi padre, al que asesinaron porque le leía los periódicos a los demás”, es lo poco -y lo mucho- que llega a decir Antonia en mitad de una espera que va ya por casi 80 años. “Pues yo todo lo contrario. Los mataron por saber. Así que para qué saber tanto”, masculla Bienvenida. Dos vidas paralelas que ayer caminaron cogidas del brazo por las calles de su pueblo, Marchena (Sevilla), camino de ser escuchadas por primera vez por la justicia. “Ya está aquí la jueza”, avisa su sobrina.
María Servini, la magistrada que investiga los crímenes franquistas en Argentina, se baja de un coche negro y entra directa al juzgado, sin percatarse de que Antonia, a quien tomará declaración, la recibe en la puerta. Le siguen el fiscal y los secretarios judiciales. La gente hace cola en el registro civil. “Pues van a tener que venir mañana porque la secretaria de aquí tiene que estar en la declaración. Y luego el juez tiene una boda”, murmura un agente. Antonia camina por el pasillo y entra por fin, tras esos casi 80 años de espera y unos minutos de retraso, en el juzgado de instrucción 2 de su pueblo. Es una de las personas que se sumó a la querella impulsada por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y dos familiares de desaparecidos en 2010.
“Esto es un retroceso de las recomendaciones de los derechos humanos, pero a la vez hay que agradecer la deferencia que está teniendo la justicia argentina con estas personas que se nos están yendo. Ese es el tema, que se vayan yendo sin encontrar justicia”, lamenta María José. Se fue su madre, la hermana de Antonia, aquella mujer sensata llamada Libertad a la que la insensatez y la barbarie hicieron borrar su nombre. Se fue, ya no está. Pero Antonia, al menos, continúa dentro. “La jueza ha escuchado lo que me ha preguntado el juez de aquí. Le he contado la verdad, los hechos”, narra Antonia a la salida, cuarenta minutos después.
A esa hora, en Carmona, Francisco Rodríguez Nodal revisa los documentos que le llevará a Servini, la esperanza de muchas familias tras el intento infructuoso de Garzón. “Víctimas y verdugos”, reza un titular de un periódico reciente. “Justicia a la barbarie”, afirma otro en una doble página amarillenta. Lleva años guardando todo lo que sale en la prensa en una carpeta azul. Falta aún media hora para que vengan a recogerle. Antonia y Bienvenida terminan de atender a los medios locales a la puerta del juzgado, se cogen otra vez del brazo y regresan a sus casas. La magistrada sube de nuevo al coche negro, conducido por Paco Villena, un querellante que pelea desde 2009, sin éxito, para que retiren una cruz de los caídos en su pueblo, en Hornachos, Extremadura. Explanadas verdes, amarillas, marrones se reparten a uno y a otro lado de la carretera. En un tramo los girasoles no miran. En otro, enseñan su mejor cara. Hay unos 30 kilómetros entre Carmona y Marchena, entre unos crímenes y otros. Sólo 30 kilómetros entre el dolor de tantas familias. 12.45. Ya es mediodía.
Artesanía, dice un cartel en una fachada encalada. Francisco, 88 años, sale de su casa con un bastón y un gorro de paja. Ha sido ebanista. Se sube al coche de Paqui Maqueda, otra víctima del franquismo y querellante, que ya declaró en Buenos Aires ante la jueza argentina. Conduce hasta el juzgado por un laberinto de calles estrechas como si el camino fuese una línea recta. Conoce muy bien el pueblo. Se sabe de memoria la sangría que los falangistas cometieron en Carmona, donde asesinaron entre tantos a su bisabuelo. “¿Usted siempre vivió acá en Carmona?”, pregunta la jueza a Francisco ya en el interior del juzgado. Francisco está sentado frente a ella. “Sí, desde siempre he vivido aquí”. Y comienza a sacar los papeles de su carpeta azul. “Carmona es muy bonito”, afirma la jueza, relajada, mientras bebe agua de una botella de plástico. “Este es mi abuelo, y estos de aquí mis tíos”, señala sobre la foto que acaba de entregarle. Servini sostiene en sus manos los rostros de sus cuatro familiares fusilados. Los mira atentamente. “¡Que me juzguen! ¡No he cometido ningún delito! ¡No quiero morir!”. Francisco tenía sólo 10 años cuando escuchaba estos gritos del terror. Vivía junto al rellano de los fusilamientos, al lado del cementerio. Era 1936.
“¿Este hombre qué es? ¿Implicado?”, pregunta un guardia civil a un metro de la sala donde conversan jueza y víctima. “No, no, él es víctima”, aclara Paqui Maqueda. “¡Ah, yo pensaba que era implicado, que la jueza había venido a eso!”, dice más tranquilo el agente sin atreverse a pronunciar la palabra asesino. “Ojalá, ojalá se juzgara a los asesinos”, concluye Paqui con todas las letras. “Sus lamentos me despertaban en el silencio de la noche. Yo vi las fosas”, recuerda Francisco, autor de un Guernica tallado en madera y autor de Caínes del amanecer, el libro donde cuenta todo lo que ayer, entre emociones, trasladó a la jueza, a quien regaló un ejemplar. Francisco acaba de recibir un homenaje y el pueblo le ha puesto una calle a su nombre. “Es un testigo muy iluminado, muy claro, muy gráfico, un escritor…”, lo define el fiscal tras más de una hora de declaración. “Con muuucha memoria”, añade la jueza. “Me impactó mucho la memoria que tenía el señor, lo mismo que el que visité en Miranda de Ebro. Por eso ha sido muy importante su testimonio, porque él ha escuchado, ha vivido las emociones de su casa, inclusive fue a la cárcel, vio a su abuelo y se despidió de él”, continúa explicando Servini a este periódico.
Francisco no le quiso decir a la jueza el nombre de los asesinos. Ellos ya están muertos y su familia no tiene la culpa, afirma sin rencor. Sólo quiere, como Antonia y Bienvenida, que la verdad y la justicia resplandezcan. “Y que no se olvide a aquellas víctimas que murieron por nosotros”, confía mientras camina de vuelta al coche. Antes de marcharse, la jueza saca una cámara digital pequeña de su bolso y pide una foto: “Acá, en la puerta del tribunal”, donde ayer llegó a escucharse hasta el himno de Riego: el móvil de Paqui Maqueda no paró de sonar.
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