Público.es.
RICARD VINYES
Ocurrió a media tarde de un día laborable, cuando un paseo me llevó junto a la iglesia de la Purísima Concepción, ubicada en el encuentro de las calles de Aragó y Roger de Llúria del ensanche de mi ciudad. Crucé la entrada para ver de nuevo su hermoso claustro gótico, dos galerías superpuestas de arcos sostenidos en finas columnas rodeando un jardín cuidado y quieto con acceso a la iglesia, de donde procedía una voz. Entré, y en la penumbra fresca del templo oí a un sacerdote que relataba al público los detalles de la persecución de católicos durante la Guerra Civil. Daba nombres, y contaba martirios. Me senté, y escuché una afirmación importante: “Es muy grave que se quiera silenciar lo que nos sucedió, y sólo podamos hablar de lo que pasó en un bando”. Prosiguió el relato y de tanto en tanto regresaba a la misma frase. La anoté, por eso puedo escribirla hoy.
Crecí a 500 metros de aquella iglesia y nada de lo que oía era nuevo para mí. Pasé la niñez y la adolescencia escuchando relatos vecinales sobre sacerdotes escondidos o diezmados, franquistas fugitivos y reuniones clandestinas de la quinta columna. Supe –como tantos niños de mi barrio y escuela–, los destrozos ocasionados en aquella iglesia, en las Salesas y en tantas otras. Heredé las historias de persecución, checas, violaciones domiciliarias y asesinatos bajo el orden republicano porque estaban presentes en la calle, púlpitos, librerías o cines, de manera ostentosa, con honor y gratificación. Cualquiera, en los años sesenta, conoció los desmanes republicanos hasta el empacho. Sentado en aquel templo escuchaba cómo se construye la invención de un silencio que el tiempo y el interés convierten en lugar común.
Es una lástima que no existan todavía hoy investigaciones solventes sobre la represión republicana. Los libros publicados en la dictadura no sirven, porque carecen del rigor mínimo. Los que están apareciendo en los últimos cinco o seis años resultan decepcionantes: sus autores se limitan a reproducir la Causa General sin ningún tipo de contraste ni aparato crítico. Tan sólo un libro publicado en la lejana fecha de 1961 –con varias reimpresiones, la última en 2000–, y firmado por monseñor Antonio Montero Moreno, constituye una obra sólida y rigurosa.
Pero ese es sólo un aspecto del problema. El otro procede de tratar los déficits ciertos de las garantías constitucionales y derechos civiles republicanos con una perspectiva anacrónica y ahistórica al establecer una llamativa exigencia de perfección constitucional y democrática a la Segunda República, prescindiendo de la realidad de las otras democracias occidentales. Se obvia que las guerras, la Primera o la Segunda mundiales, y sin duda las derivadas de los procesos de descolonización, siempre han modificado y convulsionado las prácticas constitucionales de las democracias consolidadas, expresando sus fallos en la vulneración de derechos. Gran Bretaña, Bélgica, EEUU, Francia… limitaron los derechos constitucionales y modificaron sus procedimientos judiciales, y muchos ciudadanos fueron encarcelados en nombre de la guerra. Si los quebrantos constitucionales de la República no se comparan con las prácticas de las otras democracias en situación de guerra, no sólo el anacronismo resulta evidente, también su idealización y consiguiente manipulación. Así, se prescinde o minimiza que desde mediados de 1937, el Gobierno de la República y el de Catalunya –donde se albergaba el primero– incrementaron el proceso de corrección de los fallos derivados de un Estado en guerra que necesitaba defenderse, como cualquier otro Estado democrático, de las agresiones del fascismo y la reacción conservadora, española o extranjera. Y debía hacerlo, también, utilizando sus servicios de inteligencia y corrigiendo sus excesos. Unas correcciones efectuadas en pleno proceso de degradación democrática derivada del mal signo de la guerra, de la consiguiente inestabilidad política y de la creciente falta de recursos y alimentos. Tanto el Gobierno de la República como el de Catalunya coincidían en el reto de restaurar la autoridad política y los derechos civiles que la dinámica de la guerra habían deteriorado. Un camino que Negrín había iniciado con determinación, y que conllevaba la restauración de la libertad religiosa, puesto que su ausencia era considerada como un defecto ético y político, por lo que ambos gobiernos promovieron un proceso gradual del restablecimiento del culto.
Fue en el primero de julio de 1937 cuando todos los obispos –excepto dos– firmaron la epístola que declaraba el golpe de Estado y la guerra teológicamente justificadas, y reclamaba la aniquilación de la República y sus defensores. Esa actitud de la Iglesia aconsejaba a los dirigentes republicanos tener prudencia en el proceso de normalización del culto. Además, la jerarquía católica siempre se opuso a la normalización religiosa, convencida de que la situación de ilegalidad tensaba la situación creando un martirologio que consolidaba la desafección a la República. Ese es el motivo por el cual el vicario capitular de Barcelona, monseñor Torrents, máxima autoridad eclesiástica de la ciudad, se opuso siempre al restablecimiento de la normalidad religiosa amenazando con retirar la licencia a aquellos sacerdotes que aceptasen celebrar actos públicos de culto católico, por lo que cabe preguntarse el grado de responsabilidad de la jerarquía eclesiástica en la persecución de sus propios creyentes. Algo que sí está en silencio.
Ricard Vinyes es historiador
Ilustración de Enric Jardí
Ocurrió a media tarde de un día laborable, cuando un paseo me llevó junto a la iglesia de la Purísima Concepción, ubicada en el encuentro de las calles de Aragó y Roger de Llúria del ensanche de mi ciudad. Crucé la entrada para ver de nuevo su hermoso claustro gótico, dos galerías superpuestas de arcos sostenidos en finas columnas rodeando un jardín cuidado y quieto con acceso a la iglesia, de donde procedía una voz. Entré, y en la penumbra fresca del templo oí a un sacerdote que relataba al público los detalles de la persecución de católicos durante la Guerra Civil. Daba nombres, y contaba martirios. Me senté, y escuché una afirmación importante: “Es muy grave que se quiera silenciar lo que nos sucedió, y sólo podamos hablar de lo que pasó en un bando”. Prosiguió el relato y de tanto en tanto regresaba a la misma frase. La anoté, por eso puedo escribirla hoy.
Crecí a 500 metros de aquella iglesia y nada de lo que oía era nuevo para mí. Pasé la niñez y la adolescencia escuchando relatos vecinales sobre sacerdotes escondidos o diezmados, franquistas fugitivos y reuniones clandestinas de la quinta columna. Supe –como tantos niños de mi barrio y escuela–, los destrozos ocasionados en aquella iglesia, en las Salesas y en tantas otras. Heredé las historias de persecución, checas, violaciones domiciliarias y asesinatos bajo el orden republicano porque estaban presentes en la calle, púlpitos, librerías o cines, de manera ostentosa, con honor y gratificación. Cualquiera, en los años sesenta, conoció los desmanes republicanos hasta el empacho. Sentado en aquel templo escuchaba cómo se construye la invención de un silencio que el tiempo y el interés convierten en lugar común.
Es una lástima que no existan todavía hoy investigaciones solventes sobre la represión republicana. Los libros publicados en la dictadura no sirven, porque carecen del rigor mínimo. Los que están apareciendo en los últimos cinco o seis años resultan decepcionantes: sus autores se limitan a reproducir la Causa General sin ningún tipo de contraste ni aparato crítico. Tan sólo un libro publicado en la lejana fecha de 1961 –con varias reimpresiones, la última en 2000–, y firmado por monseñor Antonio Montero Moreno, constituye una obra sólida y rigurosa.
Pero ese es sólo un aspecto del problema. El otro procede de tratar los déficits ciertos de las garantías constitucionales y derechos civiles republicanos con una perspectiva anacrónica y ahistórica al establecer una llamativa exigencia de perfección constitucional y democrática a la Segunda República, prescindiendo de la realidad de las otras democracias occidentales. Se obvia que las guerras, la Primera o la Segunda mundiales, y sin duda las derivadas de los procesos de descolonización, siempre han modificado y convulsionado las prácticas constitucionales de las democracias consolidadas, expresando sus fallos en la vulneración de derechos. Gran Bretaña, Bélgica, EEUU, Francia… limitaron los derechos constitucionales y modificaron sus procedimientos judiciales, y muchos ciudadanos fueron encarcelados en nombre de la guerra. Si los quebrantos constitucionales de la República no se comparan con las prácticas de las otras democracias en situación de guerra, no sólo el anacronismo resulta evidente, también su idealización y consiguiente manipulación. Así, se prescinde o minimiza que desde mediados de 1937, el Gobierno de la República y el de Catalunya –donde se albergaba el primero– incrementaron el proceso de corrección de los fallos derivados de un Estado en guerra que necesitaba defenderse, como cualquier otro Estado democrático, de las agresiones del fascismo y la reacción conservadora, española o extranjera. Y debía hacerlo, también, utilizando sus servicios de inteligencia y corrigiendo sus excesos. Unas correcciones efectuadas en pleno proceso de degradación democrática derivada del mal signo de la guerra, de la consiguiente inestabilidad política y de la creciente falta de recursos y alimentos. Tanto el Gobierno de la República como el de Catalunya coincidían en el reto de restaurar la autoridad política y los derechos civiles que la dinámica de la guerra habían deteriorado. Un camino que Negrín había iniciado con determinación, y que conllevaba la restauración de la libertad religiosa, puesto que su ausencia era considerada como un defecto ético y político, por lo que ambos gobiernos promovieron un proceso gradual del restablecimiento del culto.
Fue en el primero de julio de 1937 cuando todos los obispos –excepto dos– firmaron la epístola que declaraba el golpe de Estado y la guerra teológicamente justificadas, y reclamaba la aniquilación de la República y sus defensores. Esa actitud de la Iglesia aconsejaba a los dirigentes republicanos tener prudencia en el proceso de normalización del culto. Además, la jerarquía católica siempre se opuso a la normalización religiosa, convencida de que la situación de ilegalidad tensaba la situación creando un martirologio que consolidaba la desafección a la República. Ese es el motivo por el cual el vicario capitular de Barcelona, monseñor Torrents, máxima autoridad eclesiástica de la ciudad, se opuso siempre al restablecimiento de la normalidad religiosa amenazando con retirar la licencia a aquellos sacerdotes que aceptasen celebrar actos públicos de culto católico, por lo que cabe preguntarse el grado de responsabilidad de la jerarquía eclesiástica en la persecución de sus propios creyentes. Algo que sí está en silencio.
Ricard Vinyes es historiador
Ilustración de Enric Jardí
No hay comentarios:
Publicar un comentario