miércoles, 11 de agosto de 2010

Marsenah al zaituna, por José Hernández


Hace unos días, visitó Marchena y estuvo con nosotros, nuestro amigo y seguidor de nuestro blog José Hernández. José a través de su blog RESQUICIOS, ha realizado una crónica-reflexión de su periplo por nuestra tierra y nuestra gente , he aquí su post:

Ya casi no escribo aquí: otros quehaceres privados me han tenido ocupado, y aunque el ritmo de los acontecimientos laborales y sociales en verano disminuye y el tiempo se alarga, sobre todo de noche, un viaje me ha llevado a postergar aún más la publicación de entradas. He estado unos días en Andalucía, aprovechando la casita familiar en un pueblo de la campiña sevillana y una necesidad no muy lejana en el tiempo de volver con otros ojos a los espacios de un lugar que ha ocupado en mi, desde siempre, una esfera principal en la construcción de las identificaciones familiares. Lo imaginario juega a menudo malas pasadas si uno se deja llevar por el filtro que imponen ciertas creencias, por una iconografía desfigurada por los años o la cadencia tintineante de las palabras de un tiempo. Ese espejo deformante se ha roto estos días a través de los paseos por un pueblo que ya es ciudad, en los límites de unos campos que ya no sangran de pobreza ni de hastío, aunque en ellos aún late un pasado que muchos quieren olvidado. Por esa lucha frenética contra el olvido que me impongo a mi mismo, decidí conocer personalmente a las personas que habían hecho posible el recuerdo sangriento del alzamiento militar del 36 en esa esquinita del sur. Así es como Antonia Parra me acogió una tarde calurosisima en su casa del casco viejo, fresca y al reparo, para contarme la historia del asesinato de su padre, la herida que lo siguió, la impotencia y el desconsuelo de los que por motivos ideológicos, económicos y personales (en los pueblos se aprovechó de la impunidad de esos años para dar rienda suelta a envidias, venganzas y pillajes) cargaron durante años con el estigma que persigue a los perdedores en todas las batallas en las que el poder establecido intenta aniquilar cualquier vestigio de diferencia o dignidad humana. Yo todo eso ya lo sabía, a través de anónimas leyendas familiares que recorrieron a menudo las historias nocturnas de un tiempo que aparecía lejano y espeso. Oír el testimonio de esta mujer culta, laboriosa e incansable, escuchar los silencios que el hilo del relato imponía para no caer en el desconsuelo de una búsqueda (la de los restos mortales de su padre fusilado) que parece ya quimera, acabó de desencajar una puerta hacía la emoción aceitunera del estado de cosas de esa Andalucía que a menudo se nos vende como paraíso terrenal de la diversión y el alboroto, de la chalana y sus jaleos. Fue en Sevilla, días después de conocer a Antonia, en la Plaza Alfalfa, cuyo nombre se repite incansable en los relatos que forjaron mi vinculación con la ciudad, (su fisonomía urbana parece haber cambiado poco en los años) donde aparecieron imágenes de antaño, irreales por no vividas, de mujeres venidas de pueblos cercanos a vender las gallinas y sus huevos, a calcular, hinchadas por calor del camino y de la tierra en las alpargatas, el estrecho beneficio de un mercadeo que a veces se quedaba en puro trueque. No hace mucho de todo eso. Apenas 50 años. Tampoco hace mucho que jornaleros famélicos y descompuestos malvivían por miserables pagas en los latifundios aceituneros, en los cortijos de un campo en calidad de parias y dormían afinados por la noche en soberaos en lo que mal comían después de pasar el día trabajando sin descanso a cambio de casi nada y solo por temporadas. Reconozco que la lectura de Félix Grande, a pesar de lo distanciado que me siento a menudo de su estilo y de algunas de las conclusiones a las que llega, ha recubierto mi mirada de esos días aportando conciencia desde un ángulo distinto. Supongo que también me dejo llevar por las palabras y la memoria de aquellos que trasmiten sus vivencias y recuerdos en una lengua que me es materna: es ese castellano de la serranía este de Sevilla en la que el ceceo y los arabismos se acumulan ocupando los espacios de aquellas consonantes que caen sistemáticamente, del corte en las palabras; locuela repleta de expresiones de afecto desmedido con la que en seguida se apropian de uno usando el posesivo “mío” como interjección, de blasfemias subvertidamente originales acompañadas de una corporalidad lingüística que denota casi siempre ironía, guasa y deseo de complicidad. Esa lengua riquísima que decodifico a la perfección en los mil matices en los que se presenta, a través del flamenco, del grito de los vecinos o el gesto furtivo de un niño en un parque, que es mi lengua por lo que tiene de primera y más potentemente íntima aunque nunca he sabido ni sabré reproducirla sin caer en la burda imitación, en la exageración deformadora o en la familiaridad que embauca. Es como estar dentro de esa dimensión y a la vez fuera, muy lejos de la sentida voz que vive solo si permanece muda en mí porque en el momento en que se hace sonido se desvirtúa y perece, desecha por la imposibilidad consustancial de las identificaciones que provoca haber nacido en otro lugar, rodeado de otras significaciones, fuera del espacio no solo geográfico sino imaginario en el que ese código se realimenta y connota.

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