martes, 2 de abril de 2013

Mariposas de aceite, Capítulo 2


Extraído de La Voz de Marchena.


Mariposas de aceite, segunda parte

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Aunque en España se proclamó la República el 14 de abril de 1931, el trabajo infantil en los cortijos, los malos ojos con que algunos veían la educación para las clases más desfavorecidas y la falta de oportunidades reales para niños, niñas y mujeres, se seguían viviendo en los pueblos, donde algunos no renunciaban a sus privilegios de siglos y a sus formas brutales y vejaciones, tanto que esta parte del relato, la segunda, acaba a las puertas de la Guerra Civil dibujando cortijos de puertas cerradas "donde algo ya se cocía". La literatura de José Martín Herrera es brillante, excepcional. Les dejamos con esta segunda parte del relato Mariposas de Aceite.


  Viernes 15 de abril de 1931.
     La maestra Puri, nos hizo copiar la lección del día anterior y nos pidió silencio absoluto. Se veía más intranquila, que días atrás. No dejaba de sintonizar, una vieja radio de galena buscando nuevas emisoras, que emitían  la misma noticia una y otra vez.
     La maestra Cristina, era un ir y venir a nuestra clase, hablaba entre dientes, con la maestra Puri., pero sus ojos delataban la cómplice   confidencialidad, que les transmitía aquellas voces de ausencia física que salían de aquella radio.
     Doña Puri, dio la clase por concluida. Dos horas antes del horario diario. Nos pareció muy raro, porque era muy estricta  con los horarios de clase.
     Mis ojos escudriñaban cada rincón de la clase de la miga. Donde los niños estudiaban en estos centros, hasta los nueve años y las niñas podíamos estar, hasta edades más avanzadas. Porque según; cavernícolas misóginos.,decían que era bueno, que las niñas aprendieran desde corta edad: el oficio hereditario no remunerado, que llevaban sus  madres. Pasando de generaciones a generaciones a sus hijas, bajo la tutela del cabeza de familia. ¡Qué parodia más irónica! “Cuántas librespensadoras tendrán que ser tachadas de revolucionarias por su mismo sexo, para que otras mujeres luchen por una igualdad de derechos”. “Cuántas mujeres tendrán que morir a manos de su maridos, para que otros vean que la mujer no es propiedad de ningún hombre”. “Cuántas generaciones tendrán que pasar, para que un padre, enseñe a su hijo varón, como  respetar a una mujer”. “Como tratarla con igualdad de condiciones”. “Como ayudarla compartiendo las tareas domésticas”.
     Mis diez años, alzaron la vista por última vez, hacia el decano envejecido encerado.
     Cuantas generaciones, habrán empezado a escribir, sobre este viejo encerad,unos principios de enseñanza, que les habrán  ayudado a sentar unas bases de valores, que le habrán  servido para consolidar unos ideales propios, de librepensamientos.
     Salimos de la miga, conocida por todo el pueblo de Marchena como: “El Colegio” y me sorprendió ver tantas personas en la calle. 
     Unas personas reían, otras lloraban. Unas cantaban, otras gritaban al pueblo, que salieran a la calle, a celebrar las elecciones ganadas por la República. Las elecciones fueron ganadas el 12 de abril de 1931 en España por la República, pero hasta el día 15 de abril no se hizo  oficial  en Marchena. Algunas personas tiraban pasquines por las calles. Portaban pancartas, enarbolaban la bandera tricolor sobre sus manos. Otros pegaban  carteles, en el que se podían leer frases como: “Fin a la monarquía y a  la dictadura de Primo de Rivera”. “Reparto de las tierras”. Las tierras  para las manos que las trabajan, no para las manos latifundistas y grandes terratenientes que la explotan en su beneficio propio. “Una España sin analfabetismo”. “Mujeres a un mismo derecho de igualdad” y un sinfín de nuevas esperanzas para el pueblo obrero.
     Mi amiga y yo, nos metimos entre la multitud y nos unimos a  aquella celebración. Mi corta edad, en aquel momento,no tenía la capacidad de entender la importancia del acontecimiento, que tenia para la clase obrera. Para mí,  aquel momento era un jocoso pasacalle. Al que acompañé, hasta la puerta de mi casa, situada en la calle San Pedro, luego Libertad por pocos años, número  68. Mi casa estaba cerrada a cal y canto. Llamé a la puerta reiterada veces, pero no salía nadie abrirme. De pronto sentí unos golpecitos, que provenían de la ventana. La cual se abrió un poco y una mano que sobresalía de la ventana. me entregó las llaves del portal. Entré en mi casa y por el zaguán, iba cantando un alegre estribillo de una canción que estaba escrita en uno de los pasquines que había cogido de la calle.
     Soldados la patria/ nos llama al  lid/ juremos por ella /vencer y morir.
     Al llegar a la sala, observé que toda mi familia estaba con las caras muy largas. Pensé que mi madre, que estaba muy enferma, se había muerto y por eso se respiraba ese silencio tan lúgubre en sus rostros. Pero no veía esa oscuridad en sus ropas. Mi padre de un manotazo, me arrebató el pasquín y lo arrojó al suelo y a  mí de dos bofetadas también me arrojó al suelo. Cayendo de bruces sobre los ladrillos encerados. Me levanté con la boca ensangrentada. Las gotas de sangre  se me iban impregnando en mi  inmaculado pueril vestido y mis lágrimas se vertían  sobre mi inocente rostro.  Solamente me  repetía una y otra vez. ¿Por qué mi padre me había pegado esa paliza? Si, no había hecho nada malo. Jamás,  volví a pisar  una escuela…estando mi padre en vida.
        Mi madre murió el 2 de diciembre de 1931. Fue velada en mi casa. Aquel día, mi casa era un ir y venir de personas que curioseaban, cada rincón envueltas en trajes de cuervos. A mi corta edad, también me vistieron de riguroso luto, de pies a cabeza y no sólo ese día, sino por un tiempo que se prolongó, hasta que mi tía política le pareció adecuado que yo había superado el dolor por la muerte  de mi madre.
     Después del entierro, mi  tío paterno y su mujer, hablaron con mi padre. Llegando al acuerdo, que me iría con ellos a vivir a la hacienda familiar, que en herencia habían heredado de mi abuelo, mi tío Juan y mi padre. Mi tío era el encargado de administrar dicha propiedad, que tenía una extensión de unas doscientas fanegas de tierra de labor.
    Mi padre se quedaría a cargo de mis tres hermanos y seguiría trabajando en el negocio familiar que también, compartía en herencia con mi tío Juan en Marchena, que eran varios comercios, que los tenían en renta y varias casas de vecindad, que alquilaban a familias necesitadas por quince pesetas la habitación. Desprovista de luz corriente, agua potable, y alcantarillado. La habitación la tenían que subdividir con cortinas, para tener un dormitorio independiente, donde dormían hacinados. Un saloncito cocina para comer apilados y un cuarto de baño también dividido por cortinas, donde la escupidera, estaba dentro de la palangana, y la palangana estaba dentro de la caldera… porque no había más anchura, para que cada  enser, pudiera estar en un sitio adecuado. Para más inri, el usurero de mi padre. cada primero de mes. iba con recibo en mano. Vecino por vecino a cobrarles la renta.  El  que no podía pagar la renta, lo echaba a la calle, junto con los pocos enseres que  poseía esa familia. Pero sin ningún remordimiento de conciencia.
 Una vez instalada, en aquella demacrada habitación de la hacienda  “La Poderosa”, donde los muros gruesos  encarcelaban mis palabras en su silencio y su ojo de buey absorbía la luz de mis ojos. Me quedé dormida, sobre un jergón de paja endurecida, de escarcha de sábana acartonada y de cobertor rancio, que olía como el paño, con el que se cubría el tocino en salazón.
     A las siete de la mañana. Una voz altiva. Sacudió mis oídos y una mano que tapaba la poca luz, que entraba por aquel pequeño ventanuco me arrojó,  un vestido de faena, con los falsillos, medio cogido y unas alpargatas de esparto, que cuando me las calcé  en mis pies,  los dedos gordos, asomaban la cabeza, como  un caracol, en un día lluvioso de primavera.
    _ ¡Vamos! ¡Arriba,  holgazana! Qué en esta hacienda no hay cavidad para la pereza. 
     _ Cuando estés vestida. Agarra  una talega, en la que Fernanda, te ha echado, un mendrugo de pan y un pedazo de tocino de veta de la última matanza y espérame en el patio de la hacienda.
     Cuando llegué  al patio de la hacienda, ya estaba mi tía esperándome.  Con voz militar me dijo que la acompañara a la cabreriza. Cuando llegamos a la cabreriza, había un chiquillo, de corta edad,  de rostro embebido, con dos ojos saltones, pegados a una nariz, de la que le pendían dos apéndices de pavos, que se balanceaban, como un incensario procesional y que  en uno de aquellos estornudos, acabó como el Rosario de la Aurora, pegándose con todo el que había al lado. Su cabeza lo cubría un pequeño sombrero de paja todo deshilachado, que cuando no meneaba la cabeza los pájaros se le posaban en la cabeza, como si  árbol fuera. Su pequeño y delgado, cuerpo se escondía detrás de una vara de almendro, que sujetaba con su mano. Vestía una pelliza vieja, a la que no podía distinguir el color virgen del tejido. Un montón de remiendos, hecho pantalón, donde los lamparones, escondían el gurruño de las puntadas, cubría sus delgadas piernas y unas viejas alpargatas, recubiertas de inmundicias les resguardaban los pies del frío. 
     Mi tía se dirigió al chiquillo, con actitud de superioridad. Diciéndole que me entregará una de las varas que portaba sobre sus manos y que me enseñara bien el oficio. Si no quería ver la rectitud de la disciplina sobre su espalda.
     Una vez que mi tía, nos dejó  a solas. Entramos a la cabreriza a sacar las cabras  a pacer. El cielo no se me vino encima, pero el suelo, se me desplomó a los pies. Cayendo de bruces sobre el lodazal séptico de la cabreriza. Desde el suelo, veía reflejada, a  una niña,  en el charco de lodo. ¡La niña lloraba! ¡La niña tenía frío! ¡La niña tenía miedo! ¡La niña estaba sola! ¡La niña  quería irse a casa con su mamá! Pero ninguna persona mayor vino a mí desconsolado encuentro. Pero  si vino, aquel niño de ocho años, que me tendió su párvula mano y me levantó de aquel  lodazal, donde la angustia se había apoderado de mi pequeña conciencia. Me secó mis lágrimas. Se quitó la pelliza, que tanto había criticado  y repulsiva sentía hacia ella y me la puse, como si tuviera la etiqueta puesta, de su primer día  de estreno. Me abrazó con su pequeño cuerpo y sentí el calor humano de su compañía. Desde esa día, la niña indefensa, empezó hacerse más madura. Aprender que la vida era una lucha diaria y que la humildad era la base primordial de creación de unos valores propios en el que el ser humano aplicaba su experiencia.
     Un día de otoño, de mil novecientos treinta y dos. Desde   lo alto de la loma de Los Enamorados,presenciaba que un guarda de campo maltrataba a un chiquillo, porque decía que la piara de pavos que cuidaba, se habían metido en el olivar de mi tío y se habían comido las aceitunas maduras caídas de los olivos. Me acerqué y le dije al guarda, que eran las cabras de mi tío, las que se habían comido las aceitunas caídas del suelo.
     Con voz despectiva se dirigió a mí, diciéndome. _ Ya hablaré con Juan Vázquez Muñoz y le diré, con qué clase de personas tienes trato.
     Este chiquillo era hijo de Paco “El Maestrillo”. El apodo le venía  porque tenía una pequeña escuela rural. Mi tío se la tenía jurada a Paco.
     Este chiquillo, llamado Manuel. Me dio las gracias, por salir en su defensa. Fue el comienzo de una amistad clandestina. Oculta ante los ojos de mi familia. 
     El odio que mi tío le procesaba a Paco, era por la disputa de un camino. Dicho camino pasó hacer propiedad de mi tío, durante la Dictadura de Primo de Rivera, de forma irregular, ya que mi tío al ser miembro  en aquel tiempo del somatén, luego lo sería de Falange y colaborador de la causa y el añadido que la economía era más  absolvente que la de Paco, que poseía cuatro fanegas de tierras con dos cuartillas, las leyes dictaminaron la sentencia a favor de mi tío. Pero con la llegada de la Segunda República al tener el pobre unos derechos más dignos, Paco apeló dicha sentencia y un nuevo juicio en igualdad de condiciones le dio la razón a Paco. Mi tío nunca perdonó esa ofensa y no en si por el valor material del camino, sino por sentirse derrotado por un simple maestrillo de la clase obrera.
     Cada mañana. Manuel, aparecía por el alto de la loma de Los Enamorados. Lo esperaba impaciente sobre la vaguada  de dicha loma a la sombra de un pequeño almendro, donde me recitaba versos de los hermanos Machado, de  Unamuno,  de Azorín, de  Baroja y demás escritores  de la Generación del 98 y de los más grandes de la Generación del 27, que para mí eran; Miguel Hernández y Federico García Lorca, Por sus poesías a la libertad y por su lucha incansable por la defensa de la clase obrera. Con las obras literarias de este ramillete de grandiosos escritores, Manuel me enseñó a leer, a escribir y a sentir el verbo amar en toda su conjugación.  Toda esta enseñanza,  la hacíamos a escondidas de mi familia y no por el raciocinio enfermizo de desigualdad de derechos tan primitivos e imperativos que ejercía, el hombre sobre la mujer en el seno familiar. En el que la doctrina machista se transmitían de madres a hijas  generaciones tras generaciones. Sino por el miedo a las represalias de mi familia.
   Con la festividad de la Virgen del Pilar, se abría la veda de caza.“La Poderosa “por estas fechas, era un ir y venir de guardas  de cotos,  de guardia civiles, de personas afiliadas a la falange y de señoritos acaudalados. Después de  cada cacería, se reunían de festejo en la hacienda, hasta altas horas de la madrugada. A la que a una servidora tenía que acudir forzosamente, después  de venir harta de pasar frío. Calada hasta los huesos y días que la ropa mojada por la lluvia, se me secaba en el cuerpo. Pero no asistía como invitada, sino de criada de mi padre, tíos, hermanos y demás  correligionarios. De madrugada el salón, hacia las dependencias de casino, donde mi padre y mi tío se jugaban a las cartas la herencia de mi abuelo con aquellos señoritos estirados, que poco a poco, se iban quedando con la hacienda por culpa de las deudas contraídas por el juego. Otras veces el salón de la hacienda, servía de asamblea política, donde miembros de la extinta Unión Patriota  y la Falange, ahora de la JONS de Marchena, discutían de política y hablaban del nuevo cambio político que pronto iba a ver en España.
     Algo se cocía en la España, de a principios de mil novecientos treinta y seis y por lo que podía escuchar a puertas cerradas en la hacienda  y por lo que podía escuchar a puertas abiertas  fuera de la hacienda, malos tiempos  nos auguraban   de vivir en España.
   Todas las noches, esperaba a mi tía Manuela,  en mi habitación. Hasta que me llamaba para desvestirla y ponerle el camisón de dormir. Me tenía como su asistente personal nocturna. Daban las diez en el reloj de la cocina. Mi tía no se retiraba a dormir hasta pasada las doce de la noche. Decidí asearme un poco. Vertí un jarro de agua sobre la palangana y me desnudé hasta la cintura. Una figura deforme se dibujaba en la pared. Dicha sombra desprendía un olor putrefacto a cigarrillos mezclado con aguardiente, que se me hacía muy familiar. Cuando giré la mirada hacia el lado derecho. Unos ojos inyectados de lujuria, se abalanzaron sobre mi cuerpo.  Intentaba zafarme. Golpeándole y arañándole. Pero era superior a mis fuerzas.
     En la cama, veía reflejada la imagen de esa niña. Caída en el lodazal de la cabreriza. El miedo paralizaba mi cuerpo y perturbaba mi mente. Pero nadie acudía a mi auxilio.
     Mi tío,  hacia jirones mi ropa y mi honra, que la mancillaba, ultrajaba y la pisoteaba. Violándome una y otra vez. Mi mente se sentía como la muñeca de trapo  que despojan de los brazos de ese ser inocente y la guardan en el baúl del olvido, donde los sentimientos permanecen ocultos.
     Mi tía Manuela al ver que no acudía a su voz .Se personalizó en mi dormitorio. Presenciando mi trágica escena. M  tía entró en cólera y arrastrándome de los pelos. Me sacó arrastra de la cama. Golpeándome con una vara sobre mi espalda desnuda. Me llevó hasta la puerta de la hacienda. Gritándome. _ ¡Pecadora! ¡Tentación del pecado!  Hasta donde ha llegado tu provocación. Para que un hombre de Dios. Como mi marido, saque de sí, sus más ruines sentimientos.
     Desnuda me dejó en aquel patio. Aquella maldita noche del nueve de mayo de mil novecientos treinta y seis. María “La Porquera”, vino a mi amparo y me cobijó en aquella pequeña vivienda de muros gruesos  de  techado de caña.
     Jamás, volví a pisar las dependencias de “La Poderosa”. Aquella humilde vivienda de techado de caña,  fue mi hogar, durante  mucho tiempo. 

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