Extraído de andaluces.es/ Olivia Carballar
“Le echaron tierra encima porque lo mataron y ahora sigue imponiéndose el silencio”
“Los conductores y cobradores de los tranvías eléctricos dedican a su digno director don Otto Engelhardt este insignificante recuerdo que pretenden sea expresión sincera y justa de la intensa gratitud que sienten por la concesión tan beneficiosa hecha a sus pretensiones accediendo a la minoración de las horas de la jornada de invierno. La satisfacción de hacer el bien sea su más legítima recompensa”. Es la leyenda que preside la entrada de la casa de Conrado, nieto de Otto Engelhardt. Ese mismo cuadro, de principios del siglo pasado, estuvo esperando en dependencias municipales para ser expuesto en una muestra sobre la historia del transporte público en Sevilla, pero fue rechazado, según cuenta la familia, con una excusa: Tussam les trasladó que no hubiera podido hacer frente a posibles daños dado el incalculable valor sentimental. “¡Pero si nosotros lo que queremos es que se conozca quién fue Otto Engelhardt!”, dice sin dar crédito Ruth, su bisnieta, hija de Conrado.
De una caja de plástico, comienza a sacar fotografías y recuerdos de su bisabuelo. Otto Engelhardt, un ingenerio nacido en 1866 en Brunswick (Alemania), fue el hombre que trajo la luz a Sevilla. En sentido literal: fue el primer director de la Compañía Sevillana de Electricidad, en 1894. “En esta se ve uno de los primeros alumbrados de la feria de Sevilla”, señala Ruth con una foto en la mano. Y en sentido figurado:trabajó para que los sevillanos fueran más libres, más abiertos, más progresistas. “Y en esta está en el laboratorio farmacéutico que creó después de rechazar la nacionalidad alemana”, cuenta sosteniendo otra foto vieja sin una mota de polvo encima.
Cónsul alemán honorífico en la capital andaluza, devolvió todas las medallas que le habían concedido porque no quería ser cómplice del nazismo. Condenó el exterminio nazi mucho antes de que nadie aventurase lo que iba a suceder más tarde, en la Segunda Guerra Mundial. “¡Gracias a Dios que vivo ahora como ciudadano español, bajo la protección de un Gobierno que está tan lejos del fascismo como yo de Hitler y sus príncipes! No dejo de amar a mi Alemania y le deseo para ella de corazón que vengan pronto días felices sin Hitler, sin barones y príncipes; días republicanos de verdad y prósperos como merece el pacífico pueblo alemán”, escribió en un artículo en El Liberal.
“¡Gracias a Dios que vivo ahora como ciudadano español, bajo la protección de un Gobierno que está tan lejos del fascismo como yo de Hitler y sus príncipes!
Hasta que el franquismo -con la connivencia del nazismo según sospecha la familia- decidió apagarle la luz a él. En 1936, con casi 70 años, fue fusilado. Lo sacaron del hospital de las Cinco Llagas de Sevilla, hoy sede del Parlamento andaluz, donde aguardaba ingresado, enfermo, junto a una de las salas a las que él mismo había contribuido a restaurar con su generosidad. Y todavía no hay ni una calle en Sevilla que recuerde a este hombre, al hombre que trajo la luz a la ciudad con sus avances técnicos -fue también director de la Compañía Sevillana de Tranvías- y científicos -creó un antiepiléptico y el conocido Ceregumil- en una época en la que no había más luces, ni más progreso que los carros tirados por las mulas.
“No ha habido interés en esta ciudad por sacar a la luz a este hombre que tanto hizo por Sevilla, por el bienestar de los sevillanos. Le echaron tierra encima porque lo mataron y ahora sigue imponiéndose el silencio, el tabú”, denuncia Ruth, que está especialmente satisfecha porque ha conseguido que su padre se siente a hablar públicamente, por primera vez, del abuelo Otto.
Unos documentos demuestran que fue investigado y vigilado por el Consulado en Sevilla y la Embajada alemana en Madrid desde enero de 1929 a diciembre de 1935
“En el año 16 vino un submarino alemán por el Guadalquivir cargado de explosivos para hacer estallar los barcos ingleses que había en el puerto. Y el abuelo logró hablar con el capitán del barco, desmontaron los explosivos, que deben estar ocultos por la orilla de Gelves o por las inmediaciones, y se deshizo aquella operación porque era una barbaridad. Impidió que un país más, España, hubiera entrado en guerra contra Alemania”, cuenta orgulloso Conrado, un hombre callado, culto, que está traduciendo al español unos documentos que demuestran que fue investigado y vigilado por el Consulado en Sevilla y la Embajada alemana en Madrid desde enero de 1929 a diciembre de 1935. “El que fue después cónsul alemán, Gustav Draeger, era amigo íntimo de Queipo de Llano. Y creemos que este hombre instó a elminarlo. Draeger, de hecho, murió en Camas ya de viejo”, sostiene Ruth.
“Mi bisabuelo hablaba de Hitler como de Manolo. Hablaba públicamente y abiertamente y publicaba textos en periódicos. Era republicano alemán y pacifista”, añade Ruth, que cuenta que en la Primera Guerra Mundial los ingleses protestaron por que un alemán dirigiera la compañía de electricidad sevillana. Él decidió dimitir con una condición: que mantuviesen los puestos de trabajo al resto de trabajadores alemanes. ”Cuando vino el zeppelin, a alguien se le ocurrió la idea de que pasara por encima de la casa para saludar al cónsul y el cónsul arrió su bandera republicana, un megáfono y empezó a insultar a todo el mundo“, cuenta entre risas Conrado.
“Mi bisabuelo hablaba de Hitler como de Manolo. Hablaba públicamente y abiertamente y publicaba textos en periódicos. Era republicano alemán y pacifista”
Entre risas ahora. Porque Conrado, de niño, también sintió el terror de la dictadura. Como tantas otras víctimas, pagó las consecuencias de ser el nieto de un cónsul rebelde que tuvo la osadía de renegar de Hitler al que luego lo mató Franco. Recuerda que su tía, que había sido monja de clausura, insistió al párroco para que le permitiera hacer la comunión. Y la hizo pero a las seis de la mañana, que fue la hora que puso el cura como condición para que aquello no supusiese un escándalo público. ”La Gestapo y la Falange hacían registros donde yo vivía con mis padres, en la calle Luis Montoto. Entraban a culatazos, a las cinco, a las seis de la mañana, hasta que un vecino que teníamos carlista apareció una noche allí con su boina roja y su sable y ya no volvieron más”, explica. Se llevaron muchísimos libros de la biblioteca. Pero parece, sonríe Conrado, que no sabían leer: “El Capital, de Marx, que tenía la tapa verde y no roja, lo dejaron“.
Y vuelve Conrado, hoy con 81 años, a entristecerse cuando rememora que la segunda mujer de su abuelo, Mercedes, andaluza, tuvo que aguantar a la Legión Cóndor en su casa, donde se hospedaron después de haber asesinado a su marido. “La abuela recibió un tortazo en el cine porque al final, cuando aparecía el Nodo, no se levantó ni saludó en alto. Cuando muera Franco voy a coger una borrachera, pero no vivió para verlo”, sigue contando Conrado. Ana, la primera mujer de Otto -curiosa coincidencia con Los amantes del círculo polar ártico- era alemana y murió de inanición en un psiquiátrico, tras buscar desesperadamente a un hijo que creía muerto. De ella conserva aún Conrado una biblia traducida por Lutero: “Aquel cura de la comunión quería que la destruyese, pero aquí esta aún, arriba, con un valor literario enorme. Si Cervantes le da consistencia al idioma español, el alemán con el que se escribe esta bilibia es el que le da consistencia al alemán moderno”.
La segunda mujer de Otto tuvo que aguantar a la Legión Cóndor en su casa, donde se hospedaron después de haber asesinado a su marido
Con la generosidad heredara del abuelo Otto, Conrado ha regalado muchos de sus libros a sus amigos. Incluso el violín que tocaba este hombre hambriento siempre de conocimiento. “Estaba estudiando también árabe”, dice Conrado, que toca el piano y aún recuerda otro sonido menos melódico, el de los tiros: “Cuando yo era chico pasaban por delante de la ventana las filas de gente del Ejército y un poquito más arriba los fusilaban”.
En la familia son monotemáticos: “Sólo hablamos de Otto”. Carmen, la mujer de Conrado, interviene también indignada en la conversación. Y luego llega Salvador, el marido de Ruth, y exhala pasión por todos lados: “Le habéis contado lo del submarino, y que su su mujer tuvo que convivir con sus asesinos, y que era generoso, y que también era bromista…?” Eso no. “Pues puso el número 13 al tranvía que llevaba al cementerio. Y de color gris ceniza. Trece, gris y ceniza. Toma superstición”, ríe Salvador.
Ruth no para de contar éxitos. Coge la reproducción de un libro que regalaron los trabajadores del tranvía a su bisabuelo y muestra las cifras de los beneficios logrados: “Comenzó con un capital de 2,8 millones en 1898, y en 1910 era ya de diez millones. Este libro lo tiene la Fundación Endesa en una vitrina y no saben ni quién es Otto Engelhardt“. Se sabe fragmentos de memoria y aún se emociona al leerlo: “A don Otto. A través del tiempo, vuestros hijos lean sus páginas, ellos podrán corroborar el lema con el que comenzamos esta humilde dedicatoria: nuestro padre vive en sus obras. Nunca va a morir. 12 de diciembre de 1920″. Y luego vienen páginas y páginas con las firmas de los trabajadores. “De todos, de todos, de todos, de todos, de todos, de todos los trabajadores, páginas y páginas de personas, porque esto son personas”, repite sin cesar Salvador.
Otto Engelhardt sí ha recibido homenajes en San Juan de Aznalfareche, donde se ubica la residencia donde vivió, Villa Chaboya. Un juzgado acaba de autorizar al Ayuntamiento a acceder al inmueble, de estilo neomudéjar y catalogado como bien histórico, para revisar su estado e instar a los propietarios, una inmobiliaria, a realizar las obras para su conservación o, por el contrario, poder expropiarlo. A la familia, que desconoce dónde están sus restos, le gustaría convertir el lugar en un museo. En este pueblo del Aljarafe también existe una plaza con su nombre. Mientras, en Sevilla, continúan esperando a que las administraciones quieren contar la historia de este hombre que defendió los principios democráticos por encima de su propia vida, el hombre que trajo la luz a una ciudad que vive a veces demasiado a oscuras.
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